Galápagos es uno de los lugares más bonitos que he visto nunca, y eso que mi profesión me ha llevado a viajar por todo el planeta.
Cuando uno viaja a la naturaleza en estado puro suele tener la sensación de estar en otro planeta. Eso es lo que me ha sucedido en Galápagos, y pienso: qué pena. No reconocemos nuestro propio planeta en su versión más virgen porque estamos acostumbrados a ver y convivir con lo que hemos hecho de él. Es como si nos hubiéramos convertido en una plaga que se destruye a sí misma, un sinsentido.
El respeto por la naturaleza que se respira en Galápagos es impresionante. Las islas son parque nacional y Patrimonio Natural de la Humanidad, por eso las visitas y el tráfico marítimo están muy restringidos y debe acompañarte un guía en todo momento. El aviso nada más llegar es muy claro: la experiencia como turista es de observador (o, yo diría, de admirador), no puedes tocar ningún animal y debes mantener una distancia mínima de 2m con ellos para no alterar su ecosistema.
Cada isla es un volcán que salió del fondo del mar hasta aparecer en la superficie. En su origen eran mantos de lava en los que no habitaban fauna ni flora, pero con el paso de miles de años y por causas naturales como inundaciones, tormentas y movimientos sísmicos con desprendimientos de tierra en los que la vegetación y los animales se veían arrastrados al océano, más lo que el ser humano ha traído, diferentes formas de vida llegaron a este archipiélago desde el continente. Todas las especies que lo hicieron por causas naturales tuvieron que adaptarse a un medio inhóspito para sobrevivir.
Esto es lo que hace de este lugar un ecosistema único y un foco de estudio de la evolución de las especies, siendo Darwin el primero que emprendió esta investigación. Es alucinante el hecho de que haya más reptiles que mamíferos, cuando lo normal es lo contrario, o poder ver especies endémicas como las iguanas negras que aprendieron a nadar para buscar su comida y acabaron alimentándose de algas, que era el único alimento que encontraron al llegar.
Estos leones marinos llegaron originalmente desde California. Al adaptarse a Galápagos, han acabado siendo más pequeños y genéticamente diferentes de los continentales.
Las dos islas que me robaron el corazón fueron Isla Santiago e Isla Bartolomé. Pisar el manto de lava de Isla Santiago fue una experiencia alucinante. El paisaje es el cuadro de arte abstracto más bonito que he visto nunca y descubrí cómo en esta isla joven ya empezaba a brotar la vida en forma de diminutos tallos verdes entre las grietas de lava.
Aunque mis sentidos estaban a flor de piel, el no poder moverme libremente por las islas ha hecho que me vuelva con la sensación de no haber disfrutado al completo de la experiencia. Además me encontraba muchas veces ante el dilema de inmortalizar los paisajes y el momento u olvidarme de la cámara y sólo observar y sentir. Así que me queda pendiente volver a Galápagos, espero que con mis hijas un poquito más mayores, para poder disfrutar con más tiempo y en familia de esta experiencia tan maravillosa.
Me gustaría acabar con una reflexión que me he traído de este viaje y que, aunque hayan pasado ya semanas, mantengo muy viva:
He vuelto con una sensación de pérdida muy grande al regresar a mi urbe, que aglutina cemento y polución, y darme cuenta de que he mirado absorta esos parajes del Pacífico como algo extraordinario. Imaginaos que todavía conserváramos el 80% del planeta como era en sus orígenes. Seríamos tan distintos…
Observar la belleza y la grandeza de la naturaleza te deja sin palabras y sólo te queda conectar con tu instinto natural que florece sin buscarlo porque está claro que formamos parte de ella. Nos queda tanto que aprender de la naturaleza… o quizá tan sólo volver a conectar.
V.