Hace 10 años en Nueva York, en el centro Jivamukti, me atrevo a descubrir el yoga. Mi primera clase es con mi gran amiga Natalia López, modelo, actriz y bailarina. Ella está muy relajada, pero yo pienso: ‘Lo voy a pasar fatal’. No sé exactamente a qué me enfrento. Me han hablado del centro, de la práctica ashtanga, y sé que no forma parte de un yoga pasivo (no es meditación sin esfuerzo físico), ya que esa disciplina, en Nueva York, te la encuentras casi en cada esquina.
Una vez empiezo la clase, me doy cuenta de que los años que hice ballet todavía tienen efecto en mi: soy más consciente de mi cuerpo de lo que recordaba. En contrapartida, también me doy cuenta de que he perdido muchísima elasticidad.
Algo tan sencillo como la postura ‘perro bocabajo’, que para mí era tensión y dolor en las muñecas, en los bíceps femorales y en los hombros además de ser incapaz de apoyar los talones en el suelo, ahora se ha convertido en una postura de descanso entre asanas (“postura” en sánscrito).
El escepticismo impide que muchas veces seamos capaces de creer en nosotros mismos y en nuestra capacidad de superación. El paso del tiempo y la constancia en mi práctica han hecho que mi propio cuerpo me sorprenda. Por eso me repito: ‘Escúchale’.