Ya he llegado a Ibiza. La isla que se convertirá en mi base de operaciones para los próximos dos meses. Es una gozada poder descansar y trabajar desde el campo mediterráneo que tanto me recuerda a mi infancia.
El olor de esta isla me causa cierta nostalgia, me traslada a los veranos de mi niñez en la Costa Brava que compartí con mis hermanos durante tantos años. En la masia de mi “yayo”, en Girona, disfrutábamos de veranos asalvajados, en el mejor sentido de la palabra, disfrutando del campo y las playas mediterráneas. La masia era como un pequeño gran oasis rodeado de naturaleza por explorar. Comíamos verduras del huerto, frutas de los árboles y huevos de las gallinas más felices que nunca he visto. Mi «yaya» las sacaba varias veces al día del gallinero para que picotearan y comieran lo que encontraran a su alrededor. Nunca olvidaré el increíble sabor de esos huevos fritos con patatas cortaditas a rodajas finas que nos hacía mi abuela; por no hablar del sabor de los higos recién cogidos del árbol, respirando ese precioso olor que desprenden las higueras; las siempre pequeñitas fresas que cogíamos de la mata eran dulcísimas; comíamos tomates a “bocaos” como si fuera una manzana… ¡todo un edén!
Cómo han cambiado las cosas. Ahora, como adultos, intentamos cuadrar agendas para pasar algunos días de vacaciones juntos, cerca del mar, con nuestras familias. Las caras de nuestras hijas son las que ahora reflejan esa sonrisa tonta que se nos ponía a nosotros al acercarnos a la costa y sentíamos esos olores del pino, la playa, las cremas solares y el agua del Mediterráneo. ¡Qué buen rollo!
Qué responsabilidad tan grande seguir el ejemplo de mis padres, que tan bien lo hicieron. Intentaré que mi hija Manuela construya unos recuerdos tan bonitos como los que yo guardo de los veranos en nuestro Mediterráneo.